lunes, 25 de enero de 2010
SOBRE EL "MÉDICO RESPONSABLE"
La figura del “médico responsable” aparece en la actual normativa española como una figura peculiar a la que se encomienda una serie de funciones muy específicas dentro de la competencia profesional médica, pero algunas otras también que se alejan de una simple función sanitaria para convertirlo en responsable de una serie de decisiones que trascienden y van más allá de lo que en principio se espera de un profesional médico.
A estos efectos las funciones vienen reguladas en la citada Ley 41/2002, de 14 de noviembre, Básica Reguladora de la Autonomía del Paciente.
Así, en su artículo 3, en la Tabla de Definiciones, se concreta que el Médico responsable es el profesional que tiene a su cargo “coordinar la información y la asistencia sanitaria del paciente o del usuario, con el carácter de interlocutor principal del mismo en todo lo referente a su atención e información durante el proceso asistencial, sin perjuicio de las obligaciones de otros profesionales que participan en las actuaciones asistenciales”.
Visto así, se nos describe dicha figura en una doble instancia, como un mero “coordinador” de la información que se debe transmitir al paciente y su familia y al mismo tiempo como cabeza visible del equipo médico asistencial. Pero siempre, tanto en uno como en otro caso, con el carácter de principal y nunca exclusivo, por cuanto no exime de las obligaciones asistenciales del equipo médico que coordina, lo que obvia por tanto los posibles problemas de responsabilidad o negligencia en su actuación.
Sin embargo esta definición es de poco alcance en relación con lo expresado, por cuanto se contemplan otro tipo de actuaciones que determinan que su función no se limite a ser una mera cabeza visible del equipo asistencial. Incorporan otras en el cuerpo de la norma que, desde mi punto de vista, se alejan bastante de un mero coordinador o responsable de un equipo médico asistencial.
Así el art. 9, que regula los “Límites del consentimiento informado y consentimiento por representación” señala en su apartado 3 que se otorgará el consentimiento por representación en los siguientes supuestos: a) Cuando el paciente no sea capaz de tomar DECISIONES, a criterio del médico responsable de la asistencia, o su estado físico o psíquico no le permita hacerse cargo de su situación. Si el paciente carece de representante legal, el consentimiento lo prestarán las personas vinculadas a él.
Obsérvese, como parece evidente por el tenor literal de la norma, que nos encontramos ante un supuesto de incapacidad para tomar decisiones distinto a padecer un estado físico o psíquico que impidan “hacerse cargo de su situación”.
Este supuesto tenemos que ponerlo en correlación con el artículo 5, referido al “Titular del derecho a la información asistencial”, que en su apartado 3 indica que cuando el paciente, según el criterio del médico que le asiste – es decir aquí ya no hablamos de médico responsable, sino de cualquiera del equipo médico asistencial -, carezca de capacidad para entender la información a causa de su estado físico o psíquico, la información se pondrá en conocimiento de las personas vinculadas a él por razones familiares o de hecho. Luego en este supuesto – limitado a incapacidad física o psíquica – se establece unos supuestos de incapacidad distintos a los establecidos en el apartado arriba mencionados, si bien no se especifique en la ley a qué supuestos de incapacidad – distintas de la física y psiquica - nos referimos.
En suma nos encontramos con los siguientes supuestos:
- Capacidad para tomar decisiones, actitud activa, que determina en exclusiva el Médico responsable cuando es un supuesto de incapacidad distinto a la incapacidad sobrevenida por razones físicas o psíquicas, supuestos estos últimos que entendemos puede realizar cualquier médico que le asista de igual forma que en el aspecto pasivo de entender la información que se le da sobre su estado.
- Capacidad para entender la información sobre su estado, actitud pasiva que corresponde determinar al Médico que le asiste y no necesariamente al médico responsable. Resulta obvio decir que si no se entiende la información sobre su salud, menos se podrá tomar decisiones sobre la misma.
Lo expuesto supone determinar qué supuestos de incapacidad distintos a la física o psíquica corresponde determinar en exclusiva el médico responsable.
En el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (2001) se define capacidad como «aptitud, talento, cualidad que dispone a alguien para el buen ejercicio de algo». En la literatura bioética, al evaluar la autonomía de los pacientes para tomar decisiones, se usa como sinónimos los términos capacidad y competencia, dependiendo de las fuentes bibliográficas consultadas. En la literatura norteamericana se utiliza en forma habitual el término competency como aptitud para ejercer un derecho y capacity como aptitud para realizar determinada acción. Muchos autores en España prefieren utilizar el término competencia para tomar decisiones en el campo sanitario, para diferenciarlo expresamente del término capacidad que utiliza el Derecho Español, donde se habla de «capacidad de obrar de hecho» y de «capacidad de obrar de derecho» la primera equivale a capacity y la segunda a competency; otros prefieren utilizar el término capacidad cuando se usa en el campo de la salud y existen aquéllos que utilizan capacidad y competencia como sinónimos.
En el campo sanitario donde se mueve la Ley es evidente que no se refiere a una capacidad jurídica, a una capacidad legal, que sólo un juez puede retirar mediante un procedimiento de incapacitación, ya que en un caso como éste sólo supone en definitiva obedecer una resolución judicial, sin más discusión. Por tanto esa otra capacidad no puede referirse a otra cosa que a “capacidad para tomar decisiones”, que en salud se define por la presencia de un cierto número de habilidades, fundamentalmente psicológicas (afectivas, cognitivas, volitivas) que permiten tomar en forma autónoma una decisión concreta en un momento determinado.
Ciertamente se puede ser capaz para tomar decisiones de diversa índole en la vida diaria y no para decidir un tratamiento. La evaluación de la capacidad sanitaria es, en la práctica diaria, en la mayoría de los casos, si no siempre, subjetiva y por lo tanto prudencial, ya que aún no existen criterios (definición de habilidades y aptitudes a evaluar), estándares (grados de suficiencia a exigir) y protocolos (proceso para determinarla) consensuados para realizarla en forma objetiva y adecuada.
Ello me lleva a plantear una cuestión: Si, como hemos visto, determinar la capacidad no es simplemente evaluar la situación física y psíquica del paciente ¿Está capacitado un médico para determinar la capacidad? ¿No correspondería a otros profesionales distintos a los médicos la competencia para evaluarla, o al menos a un equipo multidisciplinar?
Esta evaluación, que la Ley quiere que corresponda – ope legis - al médico responsable, debe pasar al órgano que realmente puede por competencia profesional hacerlo, el CEA. La simple consulta a un especialista sólo provocará un informe que se corresponderá a un diagnóstico de salud mental y no a un juicio respecto de la capacidad para participar o actuar.
Estas disquisiciones, de carácter general, adquieren especial relevancia en cuidados paliativos, puesto que nos encontramos en un escenario donde “guardar las formas” - en lo que se puede entender como meros requisitos administrativos - resulta en ocasiones harto difícil, dadas las condiciones en que se trabaja.
No encontramos dificultad alguna en entender la situación a la que se deben enfrentar los equipos médicos en paliativos. Muchos entienden que bastante problema tienen – desde un punto de vista estrictamente médico – como para además implicarse en cuestiones que a la postre no van a ser, desde su punto de vista, sino meras cuestiones de orden administrativo, que comúnmente se dejan en manos de los equipos de administración hospitalaria mediante la utilización de formularios-tipo normalizados para cada clase de intervención, que crea en el sujeto pasivo de la relación clínica animadversión y desconfianza, al percibirlo como una muestra de exoneración de responsabilidad de la organización hospitalaria, lo que puede ser más grave en el aspecto que tratamos.
La decisión para considerar un tratamiento fútil o inútil para el paciente deberá ser tomada conjuntamente por el equipo médico, dada su complejidad, nunca individualmente, y teniendo siempre en cuenta los principios de la lex artis y los protocolos o guías de actuación que existan para el caso en el Centro sanitario, escuchando a los familiares en un clima de negociación que impida el innecesario enfrentamiento. Por otro lado, ha de tenerse en cuenta que la necesidad de actuar en equipo viene determinada actualmente por la ley de ordenación de las profesiones sanitarias (Ley 44/2003, de 21 de noviembre, de ordenación de las profesiones sanitarias, artículo 9), al que considera como la unidad básica en la que se estructuran de forma uni o multiprofesional e interdisciplinar los profesionales y demás personal de las organizaciones asistenciales para realizar efectiva y eficientemente los servicios que les son requeridos.
Todos los tratamientos y cuidados propuestos anteriormente tienen su fundamento último en mantener la dignidad del paciente, y en que, si bien éste – normalmente - ha perdido su capacidad para tomar decisiones libremente sobre su tratamiento y sus capacidades de razonar y de toda interacción humana debido al deterioro cognitivo que sufre, ello no significa que haya desaparecido por completo su posibilidad de sentir emociones. Sin perjuicio de lo anterior, estimamos que también podría ser pertinente, en el caso de que en un momento dado lo pidiera la familia o así lo consideraran los profesionales que atienden al paciente (principalmente por solicitárseles un tratamiento que consideraran claramente desproporcionado), la consulta al comité de ética asistencial hospitalaria capaz de afrontar la complejidad de las decisiones, sobre esta materia (incluida la capacidad a la que habíamos hecho referencia), que pudieran plantearse, y formado por un equipo interdisciplinar con una mayor visión, alcance y preparación en según qué temas, e incluso “distancia”, que el equipo médico asistencial.
Ello en definitiva conllevaría reconocer que en determinados supuestos la consulta al CEA correspondiente debería tener carácter vinculante, lo que determinaría una profunda reforma normativa, algo bastante complejo y con muchas aristas que necesitaría, desde luego, un profundo estudio.
En cuidados paliativos, máxime la predecible situación del paciente, se debe, por tanto, respetar también el consentimiento informado, en este caso a través de la necesaria información a los familiares, ya que en estos supuestos normalmente no cabe otra forma de obtener el consentimiento dejando constancia de todo ello en la historia clínica.
Existe un derecho a no sufrir, que se ha construido doctrinalmente al amparo de lo dispuesto en el artículo 15 de nuestra Constitución, que prohíbe los tratos inhumanos o degradantes, salvo, claro está, voluntad contraria, claramente manifestada por el paciente. La mencionada ley de Autonomía del paciente (Ley 41/2002, de 14 de noviembre) establece el consentimiento por representación. Cabe decir que cuando el pronóstico sobre la evolución del paciente es todavía incierto, la decisión de aceptar o de rechazar un tratamiento corresponde en principio a los familiares. Sin embargo, no están legitimados para actuar conforme a sus propios intereses o deseos, sino en el mejor interés del paciente (“siempre a favor del paciente y con respeto a su dignidad personal”).
A estos efectos las funciones vienen reguladas en la citada Ley 41/2002, de 14 de noviembre, Básica Reguladora de la Autonomía del Paciente.
Así, en su artículo 3, en la Tabla de Definiciones, se concreta que el Médico responsable es el profesional que tiene a su cargo “coordinar la información y la asistencia sanitaria del paciente o del usuario, con el carácter de interlocutor principal del mismo en todo lo referente a su atención e información durante el proceso asistencial, sin perjuicio de las obligaciones de otros profesionales que participan en las actuaciones asistenciales”.
Visto así, se nos describe dicha figura en una doble instancia, como un mero “coordinador” de la información que se debe transmitir al paciente y su familia y al mismo tiempo como cabeza visible del equipo médico asistencial. Pero siempre, tanto en uno como en otro caso, con el carácter de principal y nunca exclusivo, por cuanto no exime de las obligaciones asistenciales del equipo médico que coordina, lo que obvia por tanto los posibles problemas de responsabilidad o negligencia en su actuación.
Sin embargo esta definición es de poco alcance en relación con lo expresado, por cuanto se contemplan otro tipo de actuaciones que determinan que su función no se limite a ser una mera cabeza visible del equipo asistencial. Incorporan otras en el cuerpo de la norma que, desde mi punto de vista, se alejan bastante de un mero coordinador o responsable de un equipo médico asistencial.
Así el art. 9, que regula los “Límites del consentimiento informado y consentimiento por representación” señala en su apartado 3 que se otorgará el consentimiento por representación en los siguientes supuestos: a) Cuando el paciente no sea capaz de tomar DECISIONES, a criterio del médico responsable de la asistencia, o su estado físico o psíquico no le permita hacerse cargo de su situación. Si el paciente carece de representante legal, el consentimiento lo prestarán las personas vinculadas a él.
Obsérvese, como parece evidente por el tenor literal de la norma, que nos encontramos ante un supuesto de incapacidad para tomar decisiones distinto a padecer un estado físico o psíquico que impidan “hacerse cargo de su situación”.
Este supuesto tenemos que ponerlo en correlación con el artículo 5, referido al “Titular del derecho a la información asistencial”, que en su apartado 3 indica que cuando el paciente, según el criterio del médico que le asiste – es decir aquí ya no hablamos de médico responsable, sino de cualquiera del equipo médico asistencial -, carezca de capacidad para entender la información a causa de su estado físico o psíquico, la información se pondrá en conocimiento de las personas vinculadas a él por razones familiares o de hecho. Luego en este supuesto – limitado a incapacidad física o psíquica – se establece unos supuestos de incapacidad distintos a los establecidos en el apartado arriba mencionados, si bien no se especifique en la ley a qué supuestos de incapacidad – distintas de la física y psiquica - nos referimos.
En suma nos encontramos con los siguientes supuestos:
- Capacidad para tomar decisiones, actitud activa, que determina en exclusiva el Médico responsable cuando es un supuesto de incapacidad distinto a la incapacidad sobrevenida por razones físicas o psíquicas, supuestos estos últimos que entendemos puede realizar cualquier médico que le asista de igual forma que en el aspecto pasivo de entender la información que se le da sobre su estado.
- Capacidad para entender la información sobre su estado, actitud pasiva que corresponde determinar al Médico que le asiste y no necesariamente al médico responsable. Resulta obvio decir que si no se entiende la información sobre su salud, menos se podrá tomar decisiones sobre la misma.
Lo expuesto supone determinar qué supuestos de incapacidad distintos a la física o psíquica corresponde determinar en exclusiva el médico responsable.
En el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (2001) se define capacidad como «aptitud, talento, cualidad que dispone a alguien para el buen ejercicio de algo». En la literatura bioética, al evaluar la autonomía de los pacientes para tomar decisiones, se usa como sinónimos los términos capacidad y competencia, dependiendo de las fuentes bibliográficas consultadas. En la literatura norteamericana se utiliza en forma habitual el término competency como aptitud para ejercer un derecho y capacity como aptitud para realizar determinada acción. Muchos autores en España prefieren utilizar el término competencia para tomar decisiones en el campo sanitario, para diferenciarlo expresamente del término capacidad que utiliza el Derecho Español, donde se habla de «capacidad de obrar de hecho» y de «capacidad de obrar de derecho» la primera equivale a capacity y la segunda a competency; otros prefieren utilizar el término capacidad cuando se usa en el campo de la salud y existen aquéllos que utilizan capacidad y competencia como sinónimos.
En el campo sanitario donde se mueve la Ley es evidente que no se refiere a una capacidad jurídica, a una capacidad legal, que sólo un juez puede retirar mediante un procedimiento de incapacitación, ya que en un caso como éste sólo supone en definitiva obedecer una resolución judicial, sin más discusión. Por tanto esa otra capacidad no puede referirse a otra cosa que a “capacidad para tomar decisiones”, que en salud se define por la presencia de un cierto número de habilidades, fundamentalmente psicológicas (afectivas, cognitivas, volitivas) que permiten tomar en forma autónoma una decisión concreta en un momento determinado.
Ciertamente se puede ser capaz para tomar decisiones de diversa índole en la vida diaria y no para decidir un tratamiento. La evaluación de la capacidad sanitaria es, en la práctica diaria, en la mayoría de los casos, si no siempre, subjetiva y por lo tanto prudencial, ya que aún no existen criterios (definición de habilidades y aptitudes a evaluar), estándares (grados de suficiencia a exigir) y protocolos (proceso para determinarla) consensuados para realizarla en forma objetiva y adecuada.
Ello me lleva a plantear una cuestión: Si, como hemos visto, determinar la capacidad no es simplemente evaluar la situación física y psíquica del paciente ¿Está capacitado un médico para determinar la capacidad? ¿No correspondería a otros profesionales distintos a los médicos la competencia para evaluarla, o al menos a un equipo multidisciplinar?
Esta evaluación, que la Ley quiere que corresponda – ope legis - al médico responsable, debe pasar al órgano que realmente puede por competencia profesional hacerlo, el CEA. La simple consulta a un especialista sólo provocará un informe que se corresponderá a un diagnóstico de salud mental y no a un juicio respecto de la capacidad para participar o actuar.
Estas disquisiciones, de carácter general, adquieren especial relevancia en cuidados paliativos, puesto que nos encontramos en un escenario donde “guardar las formas” - en lo que se puede entender como meros requisitos administrativos - resulta en ocasiones harto difícil, dadas las condiciones en que se trabaja.
No encontramos dificultad alguna en entender la situación a la que se deben enfrentar los equipos médicos en paliativos. Muchos entienden que bastante problema tienen – desde un punto de vista estrictamente médico – como para además implicarse en cuestiones que a la postre no van a ser, desde su punto de vista, sino meras cuestiones de orden administrativo, que comúnmente se dejan en manos de los equipos de administración hospitalaria mediante la utilización de formularios-tipo normalizados para cada clase de intervención, que crea en el sujeto pasivo de la relación clínica animadversión y desconfianza, al percibirlo como una muestra de exoneración de responsabilidad de la organización hospitalaria, lo que puede ser más grave en el aspecto que tratamos.
La decisión para considerar un tratamiento fútil o inútil para el paciente deberá ser tomada conjuntamente por el equipo médico, dada su complejidad, nunca individualmente, y teniendo siempre en cuenta los principios de la lex artis y los protocolos o guías de actuación que existan para el caso en el Centro sanitario, escuchando a los familiares en un clima de negociación que impida el innecesario enfrentamiento. Por otro lado, ha de tenerse en cuenta que la necesidad de actuar en equipo viene determinada actualmente por la ley de ordenación de las profesiones sanitarias (Ley 44/2003, de 21 de noviembre, de ordenación de las profesiones sanitarias, artículo 9), al que considera como la unidad básica en la que se estructuran de forma uni o multiprofesional e interdisciplinar los profesionales y demás personal de las organizaciones asistenciales para realizar efectiva y eficientemente los servicios que les son requeridos.
Todos los tratamientos y cuidados propuestos anteriormente tienen su fundamento último en mantener la dignidad del paciente, y en que, si bien éste – normalmente - ha perdido su capacidad para tomar decisiones libremente sobre su tratamiento y sus capacidades de razonar y de toda interacción humana debido al deterioro cognitivo que sufre, ello no significa que haya desaparecido por completo su posibilidad de sentir emociones. Sin perjuicio de lo anterior, estimamos que también podría ser pertinente, en el caso de que en un momento dado lo pidiera la familia o así lo consideraran los profesionales que atienden al paciente (principalmente por solicitárseles un tratamiento que consideraran claramente desproporcionado), la consulta al comité de ética asistencial hospitalaria capaz de afrontar la complejidad de las decisiones, sobre esta materia (incluida la capacidad a la que habíamos hecho referencia), que pudieran plantearse, y formado por un equipo interdisciplinar con una mayor visión, alcance y preparación en según qué temas, e incluso “distancia”, que el equipo médico asistencial.
Ello en definitiva conllevaría reconocer que en determinados supuestos la consulta al CEA correspondiente debería tener carácter vinculante, lo que determinaría una profunda reforma normativa, algo bastante complejo y con muchas aristas que necesitaría, desde luego, un profundo estudio.
En cuidados paliativos, máxime la predecible situación del paciente, se debe, por tanto, respetar también el consentimiento informado, en este caso a través de la necesaria información a los familiares, ya que en estos supuestos normalmente no cabe otra forma de obtener el consentimiento dejando constancia de todo ello en la historia clínica.
Existe un derecho a no sufrir, que se ha construido doctrinalmente al amparo de lo dispuesto en el artículo 15 de nuestra Constitución, que prohíbe los tratos inhumanos o degradantes, salvo, claro está, voluntad contraria, claramente manifestada por el paciente. La mencionada ley de Autonomía del paciente (Ley 41/2002, de 14 de noviembre) establece el consentimiento por representación. Cabe decir que cuando el pronóstico sobre la evolución del paciente es todavía incierto, la decisión de aceptar o de rechazar un tratamiento corresponde en principio a los familiares. Sin embargo, no están legitimados para actuar conforme a sus propios intereses o deseos, sino en el mejor interés del paciente (“siempre a favor del paciente y con respeto a su dignidad personal”).
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Muy interesante su punto de vista.
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