viernes, 4 de febrero de 2022

SOBRE LA VACUNACIÓN OBLIGATORIA

Una vez más viene en auxilio de este blog el jurista Don Pedro Pinto Sancristoval. En las siguientes líneas, y a colación de la columna de Federico de Montalvo en la Tercera de ABC - "Vacunación obligatoria" -  que incluíamos en la anterior entrada del blog a propósito de la vacunación como deber moral,  el autor pone en evidencia las multiples contradicciones de las supuestas "vacunas" (técnicamente hablando) y la incidencia real que su dispensación puede tener en la sociedad.

"La llamada del autor al discernimiento me parece uno de los grandes aciertos de su artículo, porque en torno al covid se echa de menos un análisis sosegado e independiente de las opciones disponibles para sortear la enfermedad, pues cualquier posición que se aparte un ápice de la adhesión entusiasta a la vacuna como panacea contra el covid o introduzca siquiera un matiz en cuanto a su eficacia es inmediata y generalizadamente motejada como negacionista o, en el mejor de los casos, antivacunas.

Sin embargo, poner de manifiesto que las llamadas vacunas contra el covid no inmunizan frente a la enfermedad no es ser negacionista, sino sencillamente tomar nota de un hecho evidente: que, a diferencia de las genuinas vacunas, las así llamadas contra el covid carecen de eficacia inmunizadora relevante, como lo prueba la enorme cantidad de personas que, pese a su pauta completa de vacunación, se contagian de coronavirus, algunas varias veces, lo que no ocurre con el sarampión, la viruela o la rubeola. De hecho, las llamadas vacunas contra el covid se publicitan afirmando que su eficacia no consiste en que, como las genuinas vacunas, eviten el contagio -aunque parece ser que reducen en alguna medida incierta su posibilidad- sino en que mitigan muy significativamente la gravedad de los síntomas en caso de infección. Es decir, participan más de la naturaleza de la profilaxis o los tratamientos preventivos que de las vacunas, pues, dicho en lenguaje llano, te contagias igual pero lo pasas mejor. Y, sobre todo, parece que las probabilidades de morir se reducen significativamente, lo que no es poca ventaja.

Pues bien, así las cosas, creo que para genuinas vacunas inmunizadoras podría plantearse un deber moral (que si se exige coercitivamente sería también jurídico) de vacunación para quien vive en sociedad,  pues la inmunidad frente a las enfermedades es un bien para la salud pública y cabe plantearse dónde poner el punto de equilibrio entre el bien común y la libertad individual. Sin embargo, dado que las llamadas vacunas covid no inmunizan al pseudovacunado ni impiden que éste transmita a otros la enfermedad, me parece que la decisión de vacunarse puede enjuiciarse en términos morales, pero nunca por su afectación a los demás, sino como decisión tomada sopesando riesgos estrictamente individuales, pues en definitiva quien decide vacunarse no reduce significativamente el riesgo social, sino en todo caso el propio. Es decir, dejando al margen la creencia en que cada quien pueda hallarse, el efecto de la vacuna covidiana dista mucho de la responsabilidad social, pues lo que logra es el interés individual de no morirme (yo) ni enfermar gravemente (yo), ya que contagiarme yo y contagiar a otros es inevitable. En una sola frase, no se entiende cómo pueda ser inmediatamente beneficioso para la sociedad que yo me inocule un medicamento que me protege (eso parece incuestionable) a mí pero no reduce significativamente la transmisibilidad a otros de la enfermedad.

Si a eso se le suma que para llevar una vida social normal se exige un pasaporte covid y sólo eso, lo que en definitiva se está haciendo es convertir en involuntarios vectores de contagio a quienes, por creerse inmunes sin serlo, acuden a restaurantes, viajan en avión o visitan un museo gozando de ilimitada libertad de movimientos merced a su certificado de vacunación, porque la raya social no se ha establecido entre sanos y enfermos, sino entre vacunados y no vacunados, lo que sería desde luego razonable si la vacuna fuese eficaz como inmunizante, pero carece a mi juicio de justificación cuando la vacuna no tiene eficacia inmunizadora relevante. Porque para el acceso a locales no se exige probar (en la medida en que lo permitan los medios diagnósticos disponibles) que uno está sano o no contagia, sino solo que está vacunado, es decir, que es contagiable y contagiador, aunque enfermará menos gravemente.

Esto es, a mi entender, algo sobre lo que debería reflexionarse con carácter previo a definir la vacunación covidiana como deber moral, pues con frecuencia el debate sobre las vacunas covid parte de la premisa axiomática de que vacunarse es una decisión necesariamente buena para la sociedad, y eso es algo que está por demostrar".

 

lunes, 31 de enero de 2022

MONTALVO: VACUNACIÓN OBLIGATORIA

La Tercera de ABC me ofrece la oportunidad de retomar este pobre blog abandonado por mil circunstancias, y no podía ser de otra manera que con una de las tantísimas cuestiones bioéticas que la pandemia nos está ofreciendo con una endiablada velocidad, y lo hace de la mano de Federico de Montalvo, presidente del Comité de Bioética de España con el artículo que comparto titulado "Vacunación obligatoria".

De su lectura me surgió enseguida la diáiresis planteada por el profesor López Aranguren cuando señalaba la necesidad de entender la ética en su doble vertiente: "ethica docens", la que se enseña, la que se teoriza, y "ethica utens", la que se practica, la que se vive, en definitiva...la moral.  Expresado de otro modo en ese tortuoso camino que busca diferenciar la ética de la moral: "moral  pensada" y "moral vivida". No acabo de compartir ese planteamiento que parece desprenderse del texto de que nuestro éxito a la hora de vacunar a la población se deba a esa obligación moral asumida por la ciudadanía, sin necesidad de acudir a una obligación legal, inexistente. Las cosas no son tan sencillas. Tiempo habrá de comentarlo en otra entrada.

"Señala el profesor Diego Gracia con su habitual acierto en un reciente editorial (Anales de la RANM) que si hay enfermedades que darían para escribir un tratado entero de ética, el Covid-19 sería un ejemplo paradigmático. Y, entre los temas que merecerían un capítulo principal en dicho tratado, estaría, sin duda alguna, el debate de la obligatoriedad de las vacunas.

Esta pandemia ha traído consigo no sólo mucha incertidumbre, desesperación y sufrimiento, sino también un buen número de problemas éticos. Quizás, demasiados para lo que somos capaces de asumir desde la reflexión serena que se exige para abordar cuestiones que afectan a los principios y valores más sustanciales, como son la vida, la integridad o la libertad.

La pandemia se

 inauguró con el polémico debate de la priorización del acceso a los recursos de soporte vital, continuó con el de la privacidad y la aceptabilidad del control de los individuos y sus datos de salud, siguió con el de priorización en el acceso a las vacunas, incluyendo otros como el impacto en la salud mental de los confinamientos forzados y la formación y el trabajo on-line, y ahora nos entretiene, a los interesados en la bioética y a la opinión pública en general, con el debate de la exigencia de imponer, obligatoria o forzosamente, la vacunación a aquellos que la rechazan. Esta cuestión se ha visto, además, enturbiada por la aparición de la variente Ómicron y su impacto en el contagio de personas ya vacunadas, generando un nuevo ruido negacionista sobre la necesidad y utilidad de las vacunas.

Pese a las dificultades que la situación que estamos viviendo nos presenta para tratar de alcanzar soluciones a todos estos problemas éticos, sin que queden en el olvido los derechos y libertades que conforman el mínimo infranqueable, ni los diferentes principios que para garantizarlos hemos desarrollado en estas últimas décadas (prudencia, proporcionalidad, protección frente a la vulnerabilidad, etc.), la experiencia nos ha mostrado que, al menos, nuestra bioética parece gozar de buena salud. Y ello, quizás, es debido a que aquí empezó a hablarse y a pensarse en bioética hace ya varias décadas, existiendo un cuerpo doctrinal y sistemático bien armado. Y fue, precisamente, España, es de justicia recordarlo, gracias a la labor del jesuita Francesc Abel, continuada por la de otro jesuita, el padre Javier Gafo, con la notable influencia en ellos de un centro de la Compañía, la Universidad de Georgetown, uno de los primeros estados de Europa en los que la Bioética se inauguró como área de conocimiento y en el que encontró un mayor desarrollo. Su inicial impulso continuado por el recientemente fallecido, el padre Gonzalo Herranz o el ya citado Diego Gracia, nos han permitido afrontar, no sin dificultades, pero sí con elementos suficientes para dar respuesta, los retos que nos ponía delante el momento histórico que nos ha tocado vivir.

Un ejemplo de la robustez de nuestra bioética, tan imprescindible en tiempos de desolación, es el hecho de que muchos de los debates éticos han encontrado un marco de referencia en la doctrina del propio Comité de Bioética de España, máxima expresión de la bioética institucionalizada, como máximo órgano consultivo de las autoridades en dicha materia. Y así, el Comité ya había elaborado, algunos años antes de proclamarse la pandemia, informes sobre cuestiones tan esenciales ahora como la obligatoriedad de las vacunas o la ética en la priorización de los recursos sanitarios (ambos de 2016). Tal marco de referencia no es casual ni constituye una expresión de una especial capacidad premonitoria del Comité y sus miembros, sino que es heredera de la citada robustez de nuestra Bioética patria.

Y situados ahora en el debate de la obligatoriedad de las vacunas, nuestra bioética ha vuelto a dar un ejemplo de su valía, mostrando, una vez más, serenidad frente a los vientos que parecen correr por otros estados de nuestro entorno, muy distintos del nuestro en el que el negacionismo y el populismo hacen más ruido que mal a la salud colectiva. Nuestra respuesta bioética generalizada a tales propuestas ablatorias no está siendo otra que remarcar su exigencia moral y no tanto promover un deber legal de vacunación. No es solo que las tasas de vacunación alcanzadas en España sean muy superiores a las de nuestro entorno y la ‘idiótes’ (término que, como nos recuerda el profesor Gracia, era empleado en Grecia para referirse al que pretendía ir por libre y no asumir los beneficios y costes de la vida social) sea mucho menor, sino que la Bioética ha sabido ir buscando las respuestas adecuadas y la de la vacunación como obligación moral, no legal, es un ejemplo más.

Y si al comienzo citábamos a un gran pensador, es bueno ir terminando con mención de otros dos, uno de ellos mucho más joven, Diego S. Garrocho, quien recientemente en esta misma página nos recordaba el valor que en una comunidad política tienen las humanidades y la importancia de preservarlas. Y ello, creemos, que no solo con carácter general, sino porque la pandemia nos ha mostrado que el lado más humano de la toma de decisiones en salud es el camino adecuado. La ética es muy rentable, porque, como recordara con gran magisterio Adela Cortina, las actuaciones justas, las que satisfacen las expectativas legítimas de los afectados por ellas, generan confianza, que es el principal activo de una sociedad. Y para ello, los estudios de humanidades deben tener un papel relevante en nuestros currículos formativos a todos los niveles educativos.

Con la Ética no se nace. La Ética no es, simplemente, ser buenos, sino aprender y desarrollar unas capacidades, habilidades y virtudes para el discernimiento y resolución de difíciles conflictos en los que el ser humano está en el centro de la cuestión. La Ética es, según nos dijera Sócrates, comportamiento, pero también conocimiento. Porque, en definitiva, no se trata, pues, de comprender el entorno que nos rodea, sino también de autocomprendernos.

Minusvalorar las ciencias humanas y sociales se dice que es ahora, en gran medida, expresión de juventud, por el deslumbramiento que el ingente avance de las tecnologías genera en aquélla, pero acaba siéndolo, también, de pérdida de humanidad. Ya apuntó Stanley Cavell que, al margen de los tiempos que vivimos, no hay nada más humano que el deseo de negar la propia humanidad, a lo que podríamos añadir que el deseo de negar a las propias humanidades. Respetemos las humanidades y, entre ellas, la bioética, no solo por expresión de humanidad, tan necesaria ahora, sino por lealtad al gran legado bioético que nos han dejado nuestros mayores y porque, desde una perspectiva más pragmática, ésta no será, por desgracia, la última gran crisis de salud pública que nos tocará, probablemente, afrontar en las próximas décadas y para ello tal legado se mostrará, una vez más, muy fructífero".