viernes, 14 de octubre de 2022

Leonor Ruíz Sicilia es la nueva presidenta del Comité de Bioética de España

 Leonor Ruiz, nueva presidenta del Comité Bioética de España (consalud.es)

 

Leonor Ruíz Sicilia la nueva presidenta del Comité de Bioética de España es natural de Ciudad Real, es la única integrante del nuevo Comité que repite, ya que en la anterior composición era vocal. Es Licenciada en Medicina por la Universidad Autónoma de Madrid en 1983 y especialista en Psiquiatría desde 1988. Ha trabajado en funciones asistenciales y de coordinación en diferentes servicios y unidades de Madrid, Granada y Málaga.

Desde 1999 pertenece a la plantilla del Hospital Virgen de la Victoria de Málaga y, actualmente, es tutora de residente MIR en la Unidad de Formación Multiprofesional de Salud Mental y coordinadora de la Unidad de Terapia Familiar Sistemática del mencionado centro hospitalario.

Por otra parte, ha pertenecido a Comités de Ética Asistencial y de Investigación desde el año 2005 y es vocal en la Asociación de Bioética Fundamental y Clínica (ABFyC) de la que continúa siendo miembro. Desde 2017 dirige la Estrategia de Bioética del Sistema Sanitario Público de Andalucía, es vicepresidenta del Comité de Bioética de Andalucía y también presidenta de la comisión interdisciplinar de violencia contra la mujer del Hospital Universitario Virgen de la Victoria.

Por su parte, el nuevo Vicepresidente, Juan Carlos Siurana Aparisi es Doctor en Filosofía y profesor titular de Filosofía Moral en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Valencia (UV), donde coordina el Programa de Doctorado en Ética y Democracia y proyectos de investigación en éticas aplicadas.

Asimismo, es director del Grupo de Investigación en Bioética de la UV, coordinador de la Red Iberoamericana de Grupos de Investigación en Bioética y de congresos internacionales sobre esta materia e investigador de la Fundación ÉTNOR (para la Ética de los Negocios y de las Organizaciones).

También ha sido miembro de comités de Bioética Asistencial, de la Investigación y del Comité de Bioética de la Comunidad Valenciana y ha realizado estancias de investigación en la Universidad de Francfort, el Hastings Center y la Universidad de Georgetown, entre otros centros de prestigio.

 

 

miércoles, 8 de junio de 2022

EL CONSENTIMIENTO INFORMADO: LA NECESIDAD DE ENTENDERLO COMO UN “PROCESO”, NO COMO MERO PROCEDIMIENTO.

    La actualidad me lleva a recordar un antiguo artículo, publicado en su día en "Bioética&Debat", pero que no ha perdido interés alguno.


EL CONSENTIMIENTO INFORMADO: LA NECESIDAD DE ENTENDERLO COMO UN “PROCESO”, NO COMO MERO PROCEDIMIENTO

 

Resumen: Probablemente sea la “práctica” del consentimiento informado (CI), como obligación legalmente establecida en aras de la autonomía del paciente, la que esté creando más dificultades de aplicación, pues se ha convertido en un simple requisito de orden administrativo que tiene lamentablemente – en general - como único fin la exoneración de cualquier tipo de responsabilidad en el ámbito médico. Se hace necesario, aun partiendo de las dificultades para ello, que se haga un esfuerzo de comprensión por parte del personal sanitario para establecer un nuevo horizonte, en el que se entienda que la virtualización de la autonomía del paciente a través del consentimiento informado, exige entenderlo como un “proceso”, y no como un simple procedimiento.

Palabras clave: Autonomía, Consentimiento informado, Proceso, Procedimiento, Relación médico-paciente.

 

El reconocimiento institucional de la autonomía del paciente se establece a través del consentimiento informado. El principio de autonomía es la base moral de la doctrina del mismo (1). El traslado del principio de autonomía a la relación médico-enfermo implica la consideración del paciente como un sujeto autónomo, con derecho a decidir que una determinada intervención le resulta inaceptable aún cuando su propia vida corra riesgo, siendo obligación del médico no interferir en sus decisiones limitándose a ayudar al paciente en su elección. Este concepto ha sido englobado en el llamado Consentimiento Informado que hoy día no solo se ha convertido en una figura básica del mundo sanitario, sino que se encuentra positivizado en nuestro ordenamiento jurídico (2). Es más ha sido considerado como un derecho humano, un imperativo ético, que ha cristalizado como exigencia legal (3). En España se ha formalizado a través de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica.

 

La superación del modelo paternalista en la relación médico-paciente ha llevado a un nuevo punto de equilibrio caracterizado por la toma de decisiones desde la  autonomía de los pacientes. Esta nueva situación en el contexto clínico ha sido vivida por muchos profesionales sanitarios como una pérdida en el control de la dinámica asistencial que ha desencadenado situaciones de rechazo y enfrentamiento al ejercicio de los derechos por parte de pacientes y usuarios (4). Sin duda alguna, el consentimiento informado (CI) ha sido el elemento que más ha trascendido en esta nueva situación, un instrumento que los profesionales han identificado como prioritario desde un principio pero que, desgraciadamente, no siempre lo han entendido en su verdadera dimensión ética y jurídica. Es más “llama la atención la dificultad que el CI encuentra para imponerse en la práctica médica” (5).

 

En este entorno, el principal error cometido ha sido identificar el consentimiento informado con el “documento” donde se refleja el consentimiento, un error que impide considerar al primero como un proceso asistencial en donde la firma para la autorización es el último eslabón de una cadena formada, casi en su totalidad, por el proceso informativo y la deliberación con el paciente. Para el respeto de los valores éticos en la práctica clínica no es suficiente con el cumplimiento de los requisitos jurídicos, hace falta también una actitud adecuada y un contexto ético apropiado.

 

El documento de consentimiento informado es una garantía de mínimos, pero sólo la buena práctica, una actitud adecuada y una buena interacción entre el médico y su medio pueden garantizar finalmente los derechos del paciente.

 

Hemos hablado del CI como un proceso, y probablemente podamos convenir que uno de los problemas más frecuentes en la relación clínica con que nos encontramos es la excesiva burocratización del mismo, pero ¿qué se quiere decir con que es un proceso?, ¿qué significa realmente? ¿ podemos asimilarlo a procedimiento? ¿es suficiente con el mero cumplimiento de un protocolo?  Desde mi punto de vista no cabe duda que la confusión de ambos términos – proceso y procedimiento - es la causa de los defectos inherentes al consentimiento informado, y que se manifiestan en un excesivo formalismo, convirtiéndolo en un simple expediente de exoneración de responsabilidad (6).

 

 Es necesario, por tanto, para una mayor compresión real del concepto diferenciar ambos términos, puesto que, en definitiva, el consentimiento informado se ha convertido en mero procedimiento.

 

La diferencia puede resultar sutil, pero de necesaria comprensión, ya que hay que hacer entender que no nos encontramos ante unos meros requisitos de orden administrativo, en unos simples impresos de contenido normalizado en un expediente que es obligatorio cumplimentar porque así lo exige la ley.

 

   De lo expuesto hasta ahora podemos ir intuyendo la diferencia que existe entre proceso y procedimiento: El proceso es teleológico y sustancial, la atribución de una finalidad u objetivo a procesos concretos constituye lo esencial y más importante. Tiene por objeto la protección del derecho subjetivo mediante la actuación del derecho objetivo, y en su regulación debe tenerse en cuenta tanto el interés privado de las partes como el interés público en el mantenimiento del orden jurídico. El procedimiento, en cambio, es meramente formal y consiste en la serie de actos que deben cumplirse dentro del proceso para llegar a su fin. Es el conjunto de formalidades a que deben someterse las partes en la tramitación del proceso (7).

 

Visto desde un punto de vista más acorde con lo que pretendemos, podríamos resumir el significado de Proceso como la capacidad de auto-movimiento de los fenómenos, de auto-transformación que se dinamizan por la confluencia de múltiples factores internos y externos al mismo: es un devenir permanente. En el proceso se da o constituye la naturaleza ontológica a la actividad o de cualquier fenómeno. Es la  forma de existencia del desarrollo de los fenómenos tanto materiales como espirituales. Ello obliga a no perder la finalidad a la cual obedece el “proceso”.

 

En coherencia con lo antedicho, el procedimiento, por su parte, se limita a la secuencia de pasos para realizar un acto o hecho social. Son los momentos que se prevén y ejecutan generando unos acontecimientos que se manifiestan como episodios objetivos y subjetivos. Son acciones seguidas una tras otra con la que se configura un hecho social;  guardan un orden con el anterior posibilitando a los subsiguientes. Pero para ello no es necesario entender porqué se hacen, cuál es la finalidad de los mismos, basta simplemente con hacerlos.

 

 La comprensión real de esta diferencia se hace necesaria al objeto de evitar los defectos existentes y tantas veces reconocidos, ya que lo cierto es que normalmente se pierde esta finalidad última, ésta necesaria perspectiva, éste “mirar al horizonte”, fijando la mirada en cuestiones inmediatas, del día a día, lo que, por otro lado,  es perfectamente comprensible a la vista de la tarea – en muchos casos ingrata - a la que se ve sometido el personal sanitario.

 

No encontramos dificultad alguna en entender la situación a la que se deben enfrentar los equipos médicos. Muchos entienden que bastante problema tienen – desde un punto de vista estrictamente sanitario – como para además implicarse en cuestiones que a la postre no van a ser, desde su punto de vista, sino meras cuestiones de orden administrativo, que comúnmente se dejan en manos de los equipos de administración hospitalaria mediante la utilización de formularios-tipo normalizados para cada clase de intervención, que crea en el sujeto pasivo de la relación clínica animadversión y desconfianza, al percibirlo como una muestra – ya se ha dicho – de exoneración de responsabilidad de la organización hospitalaria. Seguramente podríamos todos exponer multitud de ejemplos que a nuestro alrededor ocurren que demuestran la inoperancia de la tramitación del CI. Desde firmas en barbecho, cuyo documento será debidamente cumplimentado “a posteriori” y con el contenido necesario para la ocasión, hasta la firma en determinadas condiciones, - no sólo físicas, sino también anímicas – de largos textos farragosos e incomprensibles para personas que no necesariamente deben estar sufriendo una grave enfermedad. La perturbación que sufre la persona ante determinadas enfermedades no sólo afecta al cuerpo sino también – permítaseme la expresión – al alma. Consecuencia de todo ello es que se producirá la firma del documento sin reflexión y sin información alguna, por muy bien que se hayan cumplimentado las formalidades, es decir el mero trámite procedimental.

 

 El consentimiento informado, entendido de esta otra manera, va a pervertir la finalidad realmente perseguida – se pervierte consecuentemente el Proceso – invirtiéndose los valores en él comprometidos.

 

Esa percepción sólo podrá evitarse mediante la implicación personal del propio médico, o del equipo, en la información  a trasladar. El paciente verá en esta atención “personalizada” y “particularizada” al caso concreto, - a “su” caso concreto - una forma de humanizar el acto médico, tan necesario hoy más que nunca con la denominada “medicina industrial”, creándole confianza y serenidad.

 

 La decisión que toma el paciente no debe verse, por tanto, como exclusiva del mismo en un marco de soledad en el que se han limitado a ponerle sobre la mesa las cartas a jugar y debe decidir según sus valores y, normalmente, escasos o nulos conocimientos médicos;  debe verse como consecuencia de una interactuación en que ambas partes “jugando en el mismo lado del campo”, apoyándose mutuamente, y actuando con sinergía  - entendiendo ésta como la integración de elementos que da como resultado algo más grande que la simple suma de éstos;  porque cuando dos o más elementos se unen sinérgicamente crean un resultado que aprovecha y maximiza las cualidades de cada uno de los elementos, que requieren, por tanto, integración y ésta debe ser antecedida por la afinidad de las partes, pues la integración sólo es posible si existe afinidad -, toman una decisión que formalmente el paciente, como sujeto pasivo de la medida a tomar, formula en exclusiva.

 

   Será necesario – desde un punto de vista eminentemente práctico – que toda la información suministrada se haga constar por escrito, incluida por supuesto la de la propia renuncia. Para calibrar el grado de información que debe recibir el paciente, hay que atender a la finalidad perseguida con ella. Sin embargo dicha información, si bien tiene que ser completa, y en la medida de lo posible exhaustiva, no puede ni debe ser desproporcionada e incomprensible, que lleve al paciente al punto de saturación, colapsando y confundiendo la comprensión necesaria no sólo de la información suministrada sino también de la naturaleza del propio acto.

 

 Es preciso que el enfermo conozca lo esencial y en los términos más comprensibles posibles, que le permitan hacerse una idea de su situación y de las distintas alternativas por las que puede optar (incluso la posibilidad de no intervención), y los riesgos asociados a cada una de ellas. Este supuesto conllevaría indudablemente que el paciente, a pesar de haber leído y/o oído la información médica, haya prestado su consentimiento sin hacerse cabal idea de su conveniencia para él, saturado por la información, y se sintiera ofuscado. En estos casos normalmente el paciente verá en el formulario, y la información en el contenida, máxime en intervenciones importantes, un simple documento que considera tiene – como sabemos erróneamente - la exclusiva finalidad de exonerar al médico de cualquier  responsabilidad, por lo que es lógico concluir que no lo firmaría al menos con la finalidad legalmente pretendida, y si lo hiciese, nunca con el convencimiento de hacerlo voluntariamente, sino por la coerción de ser un requisito más que se le exige para llevar a cabo la intervención. En definitiva, un escalón más del procedimiento hospitalario, que deshumaniza el acto.

 

En  opinión  de  QUINTANA TRÍAS un  paciente  bien  informado  es  un paciente que tiene unas expectativas acordes con la realidad. Es la  mejor forma de prevenir la insatisfacción. Una de las causas más habituales de insatisfacción de los  pacientes con  la asistencia sanitaria es haberse creado unas expectativas poco acordes con la realidad. El paciente con una patología severa, que no tiene tratamiento  curativo,  se  sentirá  frustrado  si  no  se  restablece  completamente aunque  se  le  haya  dado  una  asistencia  excelente.  La  única  forma  de  que  esté satisfecho con la asistencia que recibe, dando por supuesto que es la adecuada, es que conozca toda la información en relación con su enfermedad. De esta forma adecuará sus expectativas a la realidad (8).

 

En definitiva, en éste ámbito, son tres los factores que  intervienen  en  la  relación  médico- paciente.  En  primer  lugar  el  propio  paciente  que  tiene  sus  planteamientos,  en muchos casos matizados o exagerados por unas muy variadas circunstancias. Por  otra  parte  está  el  médico - que  normalmente se  resiste  a  conceder  demasiada autonomía  al  paciente  porque  entiende  que  este  hecho  merma  su  autoridad -   que debe ser consciente que hacer partícipe al paciente en las decisiones implica informarlo debidamente de los pormenores de la enfermedad, de su diagnostico, de las alternativas del tratamiento y del pronóstico. Este tipo de  información  exige  conocimiento,  no  sólo  científico,  que  es  importante,  sino también   de   comunicación.   Hay  que   saber   transmitir,   en   lenguaje   sencillo, inteligible  para  el  paciente,  una  información  que  debe  tener  en  cuenta  las probabilidades de que suceda lo previsto. La medicina es una ciencia en la que todos los sucesos se expresan como probabilidad. No hay nada seguro. En  definitiva  se  trata  de  un  triple  problema  de  conocimiento,  aptitud  para transmitir información y actitud de empatizar y compartir con el paciente (9).

 

Finalmente debemos considerar que la información que se suministra a un paciente, a lo largo del proceso de una  enfermedad,  es  un  proceso  lento  y  gradual, en el  transcurso  del  cual  la relación se afirma y entra en un proceso de mutua confianza. El consentimiento informado se convierte en un dialogo entre el médico y el paciente, en el que el primero informa al segundo y le forma en los síntomas, causas y efectos de su enfermedad. Y si éste no lo entiende, se lo aclara de modo y manera que tenga todos los datos necesarios para tomar su decisión. Se trata de un proceso que se desarrolla en el tiempo y que muchas de sus implicaciones no pueden, incluso no deben, ponerse por escrito ya que por una parte es imposible y por otra no dejarían de romper de algún modo la confianza que se ha creado y que es necesaria. El documento debe contener la garantía del médico de que su  paciente ha sido perfectamente informado,  y la del paciente que  consiente  en  el  tratamiento  o  la  intervención.  Se  trata  pues  no  de  una información, que ésta ha sido anterior, sino de un documento de compromiso que vale  tanto  para  el  paciente,  que  explicita  su  consentimiento  concreto  a  su tratamiento  y como  defensa  para  el médico  de  que  ha  informado  al paciente  y este ha decidido consecuentemente.

 

La relación innegable que se establece entre la exigencia del consentimiento informado con la dignidad de la persona, hace  que  deba  entenderse que la  exigencia  de información debe ser totalmente individualizada y acomodada a las circunstancias de cada paciente, pues  las  necesidades  de  información pueden ser muy distintas aún en relación a pacientes con la misma patología. Qué duda cabe de que hay pacientes que preferirían que se les informe poco sobre el tratamiento al que van a someterse o sobre los riesgos que se pueden producir y prefieren mantener un cierto desconocimiento como garantía de su tranquilidad personal;  otros  prefieren  una información  exhaustiva tanto sobre el tratamiento como  sobre  las  alternativas  de  las  que  dispone  la  ciencia;  otros  prefieren renunciar  a  la  información  y autorizar  al médico  la  práctica  de  las  actuaciones que considere convenientes mientras que otros preferirán que las decisiones las tomen personas de su confianza previamente señaladas. Precisamente el respeto a la dignidad de la persona es lo que aconseja que se permita que en cada caso la información y el consentimiento se presten del modo que resulte más acorde a las condiciones propias del paciente, que es el titular fundamental del derecho a la información (10).

 

 Se trata en definitiva de respetar y comprender que, en la peculiar relación médico-paciente, es necesaria una verdadera comunicación entre dos personas, que si bien les separa una obvia y evidente distancia científica y técnica, se encuentran a un mismo nivel, - y no simplemente porque así lo exija la ley - respetando, no obstante, la ascendencia e influencia que uno tiene – o debería tener -  sobre el otro, y que ambas partes necesitan y exigen moralmente, pero que se rompe inexorablemente desde el momento en que se pierde la finalidad última del ejercicio de la medicina.

 

 

(1)   Antoine, J.-L., “Reflexión acerca del paternalismo en la relación médico-paciente”, Boletín Científico de la Asociación Chilena de Seguridad, diciembre 2000, pág. 73.

(2)   Gallego, S. “La relación médico-enfermo ante los avances científicos: perspectivas de futuro”, Revista de Administración Sanitaria, vol. VI, núm. 23, jul-sep. 2002, pág. 109.

(3)   Simón, P. – Concheiro, L. “El consentimiento informado: teoría y práctica (I)”. Med Clín, 1993; 100, pág. 659.

(4)   Acea, B. “El consentimiento informado en el paciente quirúrgico. Reflexiones sobre la Ley Básica Reguladora de la Autonomía de los Pacientes”. Cir Esp. 2005;77(6), pág. 321

(5)   Ferrer, M. “Secreto profesional. Veracidad y consentimiento informado. Objeción de conciencia”, en Tomás, G. (ed.) Manuel de Bioética, Ed. Ariel, 2ª edición, 2006, pág. 136.

(6)   Broggi, M. “¿Consentimiento informado o desinformado? El peligro de la medicina defensiva”. Medicina Clínica, 1999; 112, págs.95-96.

(7)   Prieto-Castro, L. “Derecho Procesal Civil”, vol. 1, 3ª ed., Tecnos, Madrid 1980, pág. 28.

(8)   Quintana  Trías,  O. “Bioética  y  Consentimiento  Informado,  en  Materiales  de Bioética y Derecho, Casado, M. ed., Cedecs, Barcelona 1996, Pág.161.

(9)   Ibidem., pág. 162.

(10) Sáinz Rojo, A. “Como lograr una óptima relación médico paciente. El consentimiento informado”, Actualidad del Derecho Sanitario, 1997, núm. 25, Pág. 65.

 

 

viernes, 4 de febrero de 2022

SOBRE LA VACUNACIÓN OBLIGATORIA

Una vez más viene en auxilio de este blog el jurista Don Pedro Pinto Sancristoval. En las siguientes líneas, y a colación de la columna de Federico de Montalvo en la Tercera de ABC - "Vacunación obligatoria" -  que incluíamos en la anterior entrada del blog a propósito de la vacunación como deber moral,  el autor pone en evidencia las multiples contradicciones de las supuestas "vacunas" (técnicamente hablando) y la incidencia real que su dispensación puede tener en la sociedad.

"La llamada del autor al discernimiento me parece uno de los grandes aciertos de su artículo, porque en torno al covid se echa de menos un análisis sosegado e independiente de las opciones disponibles para sortear la enfermedad, pues cualquier posición que se aparte un ápice de la adhesión entusiasta a la vacuna como panacea contra el covid o introduzca siquiera un matiz en cuanto a su eficacia es inmediata y generalizadamente motejada como negacionista o, en el mejor de los casos, antivacunas.

Sin embargo, poner de manifiesto que las llamadas vacunas contra el covid no inmunizan frente a la enfermedad no es ser negacionista, sino sencillamente tomar nota de un hecho evidente: que, a diferencia de las genuinas vacunas, las así llamadas contra el covid carecen de eficacia inmunizadora relevante, como lo prueba la enorme cantidad de personas que, pese a su pauta completa de vacunación, se contagian de coronavirus, algunas varias veces, lo que no ocurre con el sarampión, la viruela o la rubeola. De hecho, las llamadas vacunas contra el covid se publicitan afirmando que su eficacia no consiste en que, como las genuinas vacunas, eviten el contagio -aunque parece ser que reducen en alguna medida incierta su posibilidad- sino en que mitigan muy significativamente la gravedad de los síntomas en caso de infección. Es decir, participan más de la naturaleza de la profilaxis o los tratamientos preventivos que de las vacunas, pues, dicho en lenguaje llano, te contagias igual pero lo pasas mejor. Y, sobre todo, parece que las probabilidades de morir se reducen significativamente, lo que no es poca ventaja.

Pues bien, así las cosas, creo que para genuinas vacunas inmunizadoras podría plantearse un deber moral (que si se exige coercitivamente sería también jurídico) de vacunación para quien vive en sociedad,  pues la inmunidad frente a las enfermedades es un bien para la salud pública y cabe plantearse dónde poner el punto de equilibrio entre el bien común y la libertad individual. Sin embargo, dado que las llamadas vacunas covid no inmunizan al pseudovacunado ni impiden que éste transmita a otros la enfermedad, me parece que la decisión de vacunarse puede enjuiciarse en términos morales, pero nunca por su afectación a los demás, sino como decisión tomada sopesando riesgos estrictamente individuales, pues en definitiva quien decide vacunarse no reduce significativamente el riesgo social, sino en todo caso el propio. Es decir, dejando al margen la creencia en que cada quien pueda hallarse, el efecto de la vacuna covidiana dista mucho de la responsabilidad social, pues lo que logra es el interés individual de no morirme (yo) ni enfermar gravemente (yo), ya que contagiarme yo y contagiar a otros es inevitable. En una sola frase, no se entiende cómo pueda ser inmediatamente beneficioso para la sociedad que yo me inocule un medicamento que me protege (eso parece incuestionable) a mí pero no reduce significativamente la transmisibilidad a otros de la enfermedad.

Si a eso se le suma que para llevar una vida social normal se exige un pasaporte covid y sólo eso, lo que en definitiva se está haciendo es convertir en involuntarios vectores de contagio a quienes, por creerse inmunes sin serlo, acuden a restaurantes, viajan en avión o visitan un museo gozando de ilimitada libertad de movimientos merced a su certificado de vacunación, porque la raya social no se ha establecido entre sanos y enfermos, sino entre vacunados y no vacunados, lo que sería desde luego razonable si la vacuna fuese eficaz como inmunizante, pero carece a mi juicio de justificación cuando la vacuna no tiene eficacia inmunizadora relevante. Porque para el acceso a locales no se exige probar (en la medida en que lo permitan los medios diagnósticos disponibles) que uno está sano o no contagia, sino solo que está vacunado, es decir, que es contagiable y contagiador, aunque enfermará menos gravemente.

Esto es, a mi entender, algo sobre lo que debería reflexionarse con carácter previo a definir la vacunación covidiana como deber moral, pues con frecuencia el debate sobre las vacunas covid parte de la premisa axiomática de que vacunarse es una decisión necesariamente buena para la sociedad, y eso es algo que está por demostrar".

 

lunes, 31 de enero de 2022

MONTALVO: VACUNACIÓN OBLIGATORIA

La Tercera de ABC me ofrece la oportunidad de retomar este pobre blog abandonado por mil circunstancias, y no podía ser de otra manera que con una de las tantísimas cuestiones bioéticas que la pandemia nos está ofreciendo con una endiablada velocidad, y lo hace de la mano de Federico de Montalvo, presidente del Comité de Bioética de España con el artículo que comparto titulado "Vacunación obligatoria".

De su lectura me surgió enseguida la diáiresis planteada por el profesor López Aranguren cuando señalaba la necesidad de entender la ética en su doble vertiente: "ethica docens", la que se enseña, la que se teoriza, y "ethica utens", la que se practica, la que se vive, en definitiva...la moral.  Expresado de otro modo en ese tortuoso camino que busca diferenciar la ética de la moral: "moral  pensada" y "moral vivida". No acabo de compartir ese planteamiento que parece desprenderse del texto de que nuestro éxito a la hora de vacunar a la población se deba a esa obligación moral asumida por la ciudadanía, sin necesidad de acudir a una obligación legal, inexistente. Las cosas no son tan sencillas. Tiempo habrá de comentarlo en otra entrada.

"Señala el profesor Diego Gracia con su habitual acierto en un reciente editorial (Anales de la RANM) que si hay enfermedades que darían para escribir un tratado entero de ética, el Covid-19 sería un ejemplo paradigmático. Y, entre los temas que merecerían un capítulo principal en dicho tratado, estaría, sin duda alguna, el debate de la obligatoriedad de las vacunas.

Esta pandemia ha traído consigo no sólo mucha incertidumbre, desesperación y sufrimiento, sino también un buen número de problemas éticos. Quizás, demasiados para lo que somos capaces de asumir desde la reflexión serena que se exige para abordar cuestiones que afectan a los principios y valores más sustanciales, como son la vida, la integridad o la libertad.

La pandemia se

 inauguró con el polémico debate de la priorización del acceso a los recursos de soporte vital, continuó con el de la privacidad y la aceptabilidad del control de los individuos y sus datos de salud, siguió con el de priorización en el acceso a las vacunas, incluyendo otros como el impacto en la salud mental de los confinamientos forzados y la formación y el trabajo on-line, y ahora nos entretiene, a los interesados en la bioética y a la opinión pública en general, con el debate de la exigencia de imponer, obligatoria o forzosamente, la vacunación a aquellos que la rechazan. Esta cuestión se ha visto, además, enturbiada por la aparición de la variente Ómicron y su impacto en el contagio de personas ya vacunadas, generando un nuevo ruido negacionista sobre la necesidad y utilidad de las vacunas.

Pese a las dificultades que la situación que estamos viviendo nos presenta para tratar de alcanzar soluciones a todos estos problemas éticos, sin que queden en el olvido los derechos y libertades que conforman el mínimo infranqueable, ni los diferentes principios que para garantizarlos hemos desarrollado en estas últimas décadas (prudencia, proporcionalidad, protección frente a la vulnerabilidad, etc.), la experiencia nos ha mostrado que, al menos, nuestra bioética parece gozar de buena salud. Y ello, quizás, es debido a que aquí empezó a hablarse y a pensarse en bioética hace ya varias décadas, existiendo un cuerpo doctrinal y sistemático bien armado. Y fue, precisamente, España, es de justicia recordarlo, gracias a la labor del jesuita Francesc Abel, continuada por la de otro jesuita, el padre Javier Gafo, con la notable influencia en ellos de un centro de la Compañía, la Universidad de Georgetown, uno de los primeros estados de Europa en los que la Bioética se inauguró como área de conocimiento y en el que encontró un mayor desarrollo. Su inicial impulso continuado por el recientemente fallecido, el padre Gonzalo Herranz o el ya citado Diego Gracia, nos han permitido afrontar, no sin dificultades, pero sí con elementos suficientes para dar respuesta, los retos que nos ponía delante el momento histórico que nos ha tocado vivir.

Un ejemplo de la robustez de nuestra bioética, tan imprescindible en tiempos de desolación, es el hecho de que muchos de los debates éticos han encontrado un marco de referencia en la doctrina del propio Comité de Bioética de España, máxima expresión de la bioética institucionalizada, como máximo órgano consultivo de las autoridades en dicha materia. Y así, el Comité ya había elaborado, algunos años antes de proclamarse la pandemia, informes sobre cuestiones tan esenciales ahora como la obligatoriedad de las vacunas o la ética en la priorización de los recursos sanitarios (ambos de 2016). Tal marco de referencia no es casual ni constituye una expresión de una especial capacidad premonitoria del Comité y sus miembros, sino que es heredera de la citada robustez de nuestra Bioética patria.

Y situados ahora en el debate de la obligatoriedad de las vacunas, nuestra bioética ha vuelto a dar un ejemplo de su valía, mostrando, una vez más, serenidad frente a los vientos que parecen correr por otros estados de nuestro entorno, muy distintos del nuestro en el que el negacionismo y el populismo hacen más ruido que mal a la salud colectiva. Nuestra respuesta bioética generalizada a tales propuestas ablatorias no está siendo otra que remarcar su exigencia moral y no tanto promover un deber legal de vacunación. No es solo que las tasas de vacunación alcanzadas en España sean muy superiores a las de nuestro entorno y la ‘idiótes’ (término que, como nos recuerda el profesor Gracia, era empleado en Grecia para referirse al que pretendía ir por libre y no asumir los beneficios y costes de la vida social) sea mucho menor, sino que la Bioética ha sabido ir buscando las respuestas adecuadas y la de la vacunación como obligación moral, no legal, es un ejemplo más.

Y si al comienzo citábamos a un gran pensador, es bueno ir terminando con mención de otros dos, uno de ellos mucho más joven, Diego S. Garrocho, quien recientemente en esta misma página nos recordaba el valor que en una comunidad política tienen las humanidades y la importancia de preservarlas. Y ello, creemos, que no solo con carácter general, sino porque la pandemia nos ha mostrado que el lado más humano de la toma de decisiones en salud es el camino adecuado. La ética es muy rentable, porque, como recordara con gran magisterio Adela Cortina, las actuaciones justas, las que satisfacen las expectativas legítimas de los afectados por ellas, generan confianza, que es el principal activo de una sociedad. Y para ello, los estudios de humanidades deben tener un papel relevante en nuestros currículos formativos a todos los niveles educativos.

Con la Ética no se nace. La Ética no es, simplemente, ser buenos, sino aprender y desarrollar unas capacidades, habilidades y virtudes para el discernimiento y resolución de difíciles conflictos en los que el ser humano está en el centro de la cuestión. La Ética es, según nos dijera Sócrates, comportamiento, pero también conocimiento. Porque, en definitiva, no se trata, pues, de comprender el entorno que nos rodea, sino también de autocomprendernos.

Minusvalorar las ciencias humanas y sociales se dice que es ahora, en gran medida, expresión de juventud, por el deslumbramiento que el ingente avance de las tecnologías genera en aquélla, pero acaba siéndolo, también, de pérdida de humanidad. Ya apuntó Stanley Cavell que, al margen de los tiempos que vivimos, no hay nada más humano que el deseo de negar la propia humanidad, a lo que podríamos añadir que el deseo de negar a las propias humanidades. Respetemos las humanidades y, entre ellas, la bioética, no solo por expresión de humanidad, tan necesaria ahora, sino por lealtad al gran legado bioético que nos han dejado nuestros mayores y porque, desde una perspectiva más pragmática, ésta no será, por desgracia, la última gran crisis de salud pública que nos tocará, probablemente, afrontar en las próximas décadas y para ello tal legado se mostrará, una vez más, muy fructífero".